Dejo aquí un extenso y muy interesante resumen de este libro (los resaltados en rojo son míos):
La
carrera global para reinventar el Estado: la visión de Micklethwait y
Wooldridge
José
M. Domínguez Martínez
1.
El sector público a raíz de la crisis económica y financiera de 2007-2008:
¿Crisis fiscal del Estado o crisis del Estado fiscal?
La
irrupción de la crisis económica y financiera internacional iniciada en 2007
acabó drásticamente con la plácida situación de las finanzas públicas que,
aparentemente, se vivía en una serie de países desarrollados, en tanto que
acentuó los saldos negativos en aquellos otros que ni siquiera durante la fase
de la Gran Moderación habían logrado acompasar el ritmo de los gastos con el de
los ingresos públicos. La aparición de déficits presupuestarios abultados era
un signo lógico y esperable ante una coyuntura económica adversa. Sin embargo,
las cifras de déficit venían a reflejar no sólo un desfase coyuntural que se
corregiría de manera espontánea una vez que se superara la fase de declive económico.
Los
responsables políticos no se encontraban ante una posición relativamente cómoda
de la que pudiera salirse con una simple dosis de paciencia. No, al menos por
cinco motivos: i) la prolongación y profundidad del deterioro económico; ii) el
riesgo de que las economías occidentales se vieran inmersas en una etapa de
estancamiento secular; iii) la existencia de una significativa brecha
estructural entre los programas de gasto público y los ingresos públicos, que
no se cerraría automáticamente mediante una simple recuperación de la actividad
económica; iv) el afloramiento de nuevas necesidades de gasto público; v) los
elevados saldos de la deuda pública, a los que habría que adicionar los costes
derivados de diversos compromisos públicos que no aparecen registrados explícitamente
en las cuentas públicas.
No
acaban ahí los problemas. En muchos países existe margen para el aumento de la
presión fiscal, pero el recurso a la elevación de la carga tributaria mediante
la creación de nuevos impuestos o el aumento de los tipos de gravamen efectivos
de los ya existentes no puede abstraerse del creciente contraste existente
entre quienes cumplen adecuadamente sus obligaciones fiscales y quienes no lo
hacen, aprovechándose de fórmulas de elusión o recurriendo directamente al
fraude.
Alguien
podría estar inclinado a pensar que el origen de todos los males radica en el desmantelamiento
del sector público que se ha producido desde finales del siglo pasado, como habían
vaticinado voces dotadas de gran autoridad. Así, por ejemplo, Bill Clinton,
desde su atalaya como presidente de Estados Unidos, había proclamado en los
años noventa que la era de un gran sector público había llegado a su fin. Los
indicadores usuales de la dimensión del sector público han venido desmintiendo
con rotundidad ese precipitado vaticinio. Las ratios de gasto público y de
presión fiscal que exhiben hoy día los países occidentales desarrollados
desbordan claramente los umbrales que el admirado paladín del intervencionismo
público, el economista británico J. M. Keynes, consideraba adecuados. Y ello
sin computar la influencia que ejercen los poderes públicos a través de una
serie de canales extrapresupuestarios, entre los que la regulación desempeña un
protagonismo fundamental.
Así,
a pesar de la extendida idea de que el sector público se ha desmantelado, su
importancia económica real es incuestionable, y está lejos de replegarse. Ante
una demanda inagotable de servicios y de prestaciones, y una oferta sujeta a
los ciclos electorales, las administraciones públicas han ido adentrándose en
ámbitos ajenos a sus funciones nucleares, dándose la paradoja de que los
ciudadanos se muestran cada vez más insatisfechos con la eficacia en su
funcionamiento.
Por
otro lado, los acontecimientos de los primeros años del siglo XXI tampoco han
certificado el fin de la historia que algunos analistas proclamaron a raíz de
la caída del Muro de Berlín en el año 1989. F. Fukuyama dictaminó que a partir
de entonces el modelo de democracia liberal, sustentado en un sistema de
economía mixta, se convertiría en la referencia indiscutible a escala
planetaria.
En
fin, la crisis económica y financiera internacional, especialmente con los
episodios acontecidos en el otoño del año 2008, ha puesto al capitalismo contra
las cuerdas. No obstante, en línea con lo señalado, resulta un tanto
desconcertante escuchar alusiones a las economías occidentales desarrolladas
como si se tratara de economías exclusivamente basadas en el mercado,
soslayando ese carácter mixto en el que ha basado su evolución desde mediados
del pasado siglo.
A
partir de las consideraciones expuestas, da la sensación de que estamos ante
algo más complejo y de mayor calado que un simple deterioro de las finanzas
públicas. El papel y la concepción del Estado en un mundo globalizado están en
entredicho. En diversas partes del planeta, algunos países han tomado la
delantera y están ensayando nuevas fórmulas de relación entre los sectores
público y privado, dentro de un proceso que algunos no dudan en calificar como
revolucionario.
2.
¿Está en curso la cuarta revolución del Estado?: la tesis de Micklethwait y
Wooldridge
El
debate afecta de lleno a las ciencias sociales en su conjunto, sin que ninguna
de sus disciplinas pueda atribuirse la exclusividad para el análisis ni, aún menos,
para la propuesta de soluciones. Partiendo de esa premisa, las cuestiones
planteadas son de una importancia crucial para los economistas y, de manera
singular, para quienes se dedican al estudio de la economía pública. La obra de John Micklethwait y Adrian Wooldridge “The
Fourth Revolution. The
Global Race to Reinvent the State” (The Penguin Press, Nueva York, 2014)
constituye una relevante contribución a este respecto, difícilmente
prescindible para todo aquel que quiera forjarse una visión objetiva, carente
de edulcorantes, de las fuerzas determinantes de la configuración del Estado en
perspectiva histórica y en el momento presente.
En
este documento hemos optado por una plasmación extensa del contenido de dicha
obra, con el propósito de facilitar a un hipotético lector el acceso a sus
aspectos esenciales. Por supuesto, puede realizarse una presentación mucho más
reducida (como, de hecho, hacemos en un artículo publicado en el diario Sur en
febrero de 2015), pero a costa de perder detalles de gran interés. Un test del grado de atracción de una obra es el de la
extensión del subrayado del lector. Alguien habituado a esa práctica en los
textos leídos tendrá serias dificultades para hacer descansar su bolígrafo a lo
largo de las 305 páginas del texto de Micklethwait y Wooldridge (M&W). Por
otro lado, aquí se recogen las aportaciones e ideas de M&W sin entrar a
debatirlas, lo cual no prejuzga que se esté necesariamente de acuerdo con todas
las manifestaciones y argumentaciones. En cambio, se considera que estas, en
ningún caso, son irrelevantes.
John
Micklethwait y Adrian Wooldridge eran, hasta hace bien poco, dos de los
escritores “anónimos” más conocidos, en torno a su labor en una de las publicaciones
económicas de mayor influencia y prestigio internacional, el semanario The
Economist: el primero, hasta el mes de enero de 2015, como editor jefe; el
segundo, como editor del área de gestión y autor de la reputada -con pleno merecimiento-
columna “Schumpeter”.
Ambos
sostienen en el libro mencionado que actualmente nos encontramos en una fase de
reconfiguración del sector público, en la que algunos países están perfilando
nuevos esquemas y fórmulas para dar una respuesta adecuada a los retos del
siglo XXI y, de paso, lograr un mejor posicionamiento en el complicado tablero
mundial. No dudan en catalogar el proceso en curso como la cuarta revolución
del Estado. Esa tesis no se formula en el vacío, sino que se respalda con una
sólida y amplia argumentación al hilo de la evolución histórica de los modelos
de Estado y el análisis -sin ningún tipo de cortapisas- de los problemas que
hoy aquejan al sector público. Más que difícilmente soslayable, la obra es ciertamente imprescindible para un hacendista
y altamente recomendable para cualquier persona que quiera basar su opinión en
algo distinto a los clichés que con tanta facilidad se repiten por doquier.
Los
autores describen cómo, en numerosos países, los políticos y los funcionarios
más inteligentes están rastreando el mundo a la busca de ideas. La razón es simple: el principal reto político de la
próxima década será reparar el gobierno. Los países que puedan establecer un
“buen gobierno” tendrán una mejor posición para proveer a sus ciudadanos un
estándar de vida adecuado. Los que no puedan hacerlo quedarán condenados
al declive y a la disfuncionalidad. Una revolución está en el aire, impulsada
por la necesidad de recursos que disminuyen, la lógica de una renovada competencia
entre estados-nación, y la oportunidad de hacer las cosas mejor. La Cuarta
Revolución en el gobierno cambiará el mundo, aseguran M&W.
En
el libro arguyen que el Estado occidental ha vivido tres revoluciones y media
en los tiempos modernos, que es obligado abordar a fin de identificar el hilo
conductor que marca la evolución histórica del Estado en los países avanzados.
La primera tuvo lugar en el siglo XVII, cuando los príncipes europeos construyeron
los Estados centralizados. La segunda, en los siglos XVIII y XIX, a partir de
las revoluciones norteamericana y francesa, y la extensión de las reformas liberales.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX el liberalismo comenzó a
cuestionar sus raíces de gobierno reducido. Así, una vida mejorada para cada
ciudadano empezó a ser parte del contrato social. Eso allanó, según los citados
autores, el camino para la aberración del comunismo (del socialismo real,
cabría matizar) pero también para la tercera gran revolución, la invención del moderno
Estado del bienestar. En Europa occidental y Estados Unidos ha regido
incuestionado desde la Segunda Guerra Mundial, excepto en los años ochenta del
pasado siglo, cuando Thatcher y Reagan frenaron temporalmente la expansión del
Estado y privatizaron parte del comando de la economía. Tipifican dicha fase
como una media revolución, ya que fracasó al final en su intento de replegar el
tamaño del Estado.
Pronostican
que el sometimiento del Estado a un control en su expansión será el centro de
la política global en los próximos años a causa de la confluencia de tres
fuerzas: fallo, competencia y oportunidad. Los elevados niveles de deuda y las
necesidades derivadas del envejecimiento poblacional agudizan la incapacidad
del gobierno.
3.
La primera revolución: el auge del Estado nación
La
concepción teórica de la primera revolución está asociada a la figura de Thomas
Hobbes, quien introdujo la idea de un contrato social entre el gobernante y el
gobernado. Su idea nuclear es que la primera obligación del estado es proveer
ley y orden.
Los
humanos se ven motivados a asociarse entre sí por el miedo respecto a su
seguridad. En el estado de naturaleza hay un conflicto permanente. Los individuos
renuncian a parte de sus derechos para asegurar el derecho más importante, el
de la propia preservación. La legitimidad del Estado depende de su capacidad
para avanzar los intereses materiales del hombre. Todo lo demás es una mera
ilusión. Hobbes decidió denominar al Estado con el nombre de un monstruo
bíblico, Leviatán.
El
secreto del éxito de Europa estuvo en que sus estados eran lo suficientemente
poderosos para proveer el orden pero lo bastante livianos para permitir la
innovación. También hubo una tendencia de los reyes para promover potentes
burocracias, lo que permitió a Europa escapar del problema de la vulnerabilidad
que había afectado a otras civilizaciones. Los países europeos abrazaron la
idea del gobierno basado en la ley en vez del capricho, y toleraron la
existencia de instituciones representativas. Los estados-nación de Europa también
tuvieron éxito en contener el problema de las guerras de religión. La Paz de
Westfalia de 1648 no sólo puso fin a la Guerra de los Treinta Años sino que anunció
el principio de la limitación de la soberanía de la religión sin injerencias
externas. Los gobernantes europeos estuvieron constantemente luchando por la
supremacía, lo que llevó a un intenso foco en el arte del estado y el
desarrollo económico.
La
segunda mitad del siglo XVII conoció una revolución intelectual en Europa.
Locke pensaba que la gente delegaba el poder en un soberano por razones de
conveniencia en vez de sólo por miedo. La preservación de la propiedad es el
fin del gobierno. Adam Smith creía que el mercado era la máquina real del
progreso, por lo que el estado debía quedar apartado de ella. David Hume se
centró en la división del poder y en el imperio de ley. Thomas Paine creía que
la gente, de manera natural, gestiona sus asuntos adecuadamente si no tiene
interferencias externas. Incluso en su mejor grado, el estado es un mal necesario.
Rousseau invirtió el razonamiento de Hobbes arguyendo que el hombre nace libre
y en todas partes está encadenado. Para él, la finalidad de la política no debe
ser constreñir al Leviatán, sino asegurar que esté controlado por la voluntad
general.
En
América, los Padres Fundadores aceptaron la visión de Hobbes de que los hombres
no son ángeles pero llegaron a la conclusión opuesta. En vez de acumular poder
en manos del soberano, debe dividirse el poder tanto como sea posible, para garantizar
la existencia de equilibrio y control. Aceptaron también la visión de Locke de
que el fin más importante del gobierno es proteger los derechos de los
individuos para gestionar sus propios asuntos.
La
Revolución Francesa implicó un asalto frontal pleno a los principios básicos de
la vieja Europa, el gobierno de los reyes y nobles en los asuntos terrenales y
el de los clérigos en los espirituales. Proclamó una serie de principios
completamente diferentes: todos los hombres son creados iguales y todos los
argumentos deben sujetarse al test de la razón. La revolución se esparció por
Europa, pero al hacerlo sus principios fundamentales se vieron socavados desde
dentro. La regla de la razón dio paso a la regla de la guillotina y la regla de
los individuos, a la dictadura de las ideologías, sostienen M&W.
4.
La segunda revolución: el Estado liberal
La
segunda revolución tuvo lugar en los siglos XVIII y XIX. Se extendió por Europa
a medida que los reformadores liberales reemplazaron los sistemas de patronazgo
real por más meritocracia y un gobierno responsable. Los ingleses importaron la
idea de China de un servicio civil basado en profesionales seleccionados
mediante examen, atacaron el clientelismo, abrieron los mercados y limitaron
los derechos del Estado para restringir la libertad.
La
preocupación política dominante de John Stuart Mill fue no cómo crear orden del
caos sino cómo asegurar que los beneficiarios del orden pudiesen desarrollar
sus capacidades al máximo y alcanzar así la felicidad. Su foco fue eliminar las
barreras para la autorrealización. Se generó el cambio más importante en la
naturaleza del estado británico desde la época de Hobbes, con una silente
revolución que reemplazó el antiguo régimen de privilegio por un sistema capitalista.
En el período 1815-1870 se abolieron una serie de frenos al principio del libre
comercio y a la meritocracia. Los victorianos
insistieron en que el Estado resolviera problemas en vez de recabar simplemente
rentas. Las reformas victorianas produjeron algo que M&W califican
como extraordinario: el Estado se contrajo en tamaño a pesar de ir afrontando
los problemas de una sociedad en rápido proceso de industrialización.
William
Gladstone jugó un papel importante en una segunda fase. Él y otros
“economizadores” victorianos forzaron al gobierno central a vivir bajo una
estricta austeridad y usaron la transparencia como el arma más importante
contra el despilfarro. Defendían el principio de subsidiariedad en la intervención
estatal y redoblaron el foco en la meritocracia. La reforma moral y la eficacia
administrativa eran metas básicas, así como el trabajo duro y la autodependencia.
El liberalismo no permaneció como un credo de gobierno reducido, sino que
amplió sus fines. La idea de que las personas deben poder perseguir sus propios
intereses fue transformada en la idea de que las personas deben estar
dispuestas a sacrificar su propia felicidad en aras a asegurar la felicidad de
otras. En la fase final de la Inglaterra victoriana, el autorrestringido Estado
comenzó a expandirse.
Un
estado más intervencionista llegó a ser la norma. El ascenso de Alemania
transformó a Hegel de una figura marginal en el profeta de una nueva era. Concebía
el estado como la encarnación de la razón y el progreso. Para Marx, el estado
no era más que un instrumento de la clase gobernante. Una vez que desaparecieran
las clases, el estado se disiparía. Las ideas de Marx tuvieron mucha influencia
en el desarrollo de las mismas instituciones que cuestionaba. Pero la teoría de
Marx del estado era insustancial, pero insustancial en una forma especialmente
peligrosa, subrayan M&W. Erró al argüir que las
formas políticas no importaban: había una gran diferencia entre un Londres
liberal, donde Marx podía pasar su tiempo en bibliotecas públicas, y un Berlín
autoritario, donde era un hombre buscado. Marx también ignoró el hecho de que
el estado podía ser un grupo de interés en sí mismo. Al despreciar al estado
como un simple instrumento de control de clase, según M&W, preparó el
camino para las dictaduras.
5.
La tercera revolución: la construcción del Estado del bienestar
Beatrice
Webb es considerada la madre del estado del bienestar, al diseñar un proyecto
para una nueva forma de gobierno que proveyese a los ciudadanos con un “mínimo
forzoso para una vida civilizada”, creando así un anclaje para un gobierno cada
vez más grande. El matrimonio Webb también encarnó el lado oscuro del
socialismo, aclamando a Stalin como el arquitecto de una nueva civilización,
despreciando, como propaganda contrarrevolucionaria, la evidencia de los
millones de personas que habían muerto en las hambrunas de Ucrania.
La
genialidad de B. y S. Webb fue destilar la mezcla de ansiedad e idealismo en un
movimiento político coherente. De pronto, dos cosas que nunca habían sido antes
así se convirtieron en normales: el gravamen de toda la población para proveer prestaciones
para los desafortunados y la eliminación del estigma de las leyes de pobres.
Estos eran ahora víctimas, no vagos. Los conceptos de libertad e igualdad
fueron reinterpretados. En la tradición liberal clásica, libertad significaba
libertad respecto a controles externos; la igualdad, igualdad ante la ley. Ahora,
la libertad se reinterpreta como libertad respecto a la necesidad, y la
igualdad, como igualdad de oportunidades.
Keynes,
a través de la Teoría General, produjo la crítica más devastadora hasta
entonces del liberalismo de “laissez-faire”. En esencia, presentó una forma de
salvar al capitalismo de sí mismo mediante una cuidadosa utilización del gasto
público. Keynes argüía que el estado nunca debía consumir más de una cuarta
parte del PIB. Pero el keynesianismo se convirtió en la máquina intelectual del
gran gobierno.
La
Segunda Guerra Mundial fue el primer gran conflicto de la era del gran
gobierno. Virtualmente todas las industrias estaban subordinadas a la voluntad
del estado. El magno conflicto bélico aseguró el triunfo de la versión del gran
estado de ideas políticas básicas como libertad e igualdad. También significó
un renovado énfasis en una idea más escurridiza, la fraternidad. Las
prestaciones que anteriormente habían implicado obligaciones recíprocas ahora
se redefinían como “derechos” que las personas podían demandar de un estado
poderoso. Las cifras de gasto público reflejan un importante incremento entre
1950 y 1973. En Europa, los padres fundadores del proyecto de integración
estaban profundamente recelosos de la voluntad popular exaltada, que, según la
experiencia, podía llevar a formas de totalitarismo. Por eso la nueva Europa se
dotó de un núcleo burocrático, a fin de aprovechar el saber frío y
desapasionado de los expertos.
Los
1960s vieron el apogeo del estado occidental. El estado se había convertido en
el suministrador universal, un suministrador que otorgaba prestaciones, bienes
y servicios, sin pedir demasiado a cambio, a muchos de sus ciudadanos y que respondía
a cada queja de sus clientes ofreciendo más prestaciones. También redefinió,
además, los conceptos de igualdad y fraternidad en un forma aún más activista.
Con la igualdad, el foco se desplazó de la oportunidad a los resultados.
Mientras tanto, la fraternidad llegaba a ser un concepto para el suministrador,
no para el receptor. La persona que recibía el cheque de la asistencia o la
pensión del estado no tenía que estar agradecida; se trataba de un derecho para
el que estaba acreditada.
6.
La influencia del pensamiento de Milton Friedman
En
las décadas anteriores, la resistencia al gran gobierno estaba radicada en
Europa. Pero el centro real de la contrarrevolución frente al keynesianismo estuvo en el departamento de Economía de la Universidad
de Chicago. En contraposición a la idea de que el gobierno es la encarnación de
la razón y la benevolencia, Friedman sólo veía desorden y egoísmo. Propuso un
montón de medidas liberalizadoras. Su influencia fue posible, subrayan M&W,
por la fuerza bruta de los hechos. Un gran gobierno se va sobreextendiendo a sí
mismo. En los 1970s comenzaron a apreciarse fallos del sector público y, aún
peor, el estado del bienestar fallaba en sus funciones nucleares. Gran parte
del dinero allegado a los pobres había sido contraproducente, creando trampas
de pobreza. El tamaño alimentaba la complejidad y la irresponsabilidad. Además,
los impuestos llegaban a niveles carentes de sentido y se reconsideraba la
relación entre el gasto público y el crecimiento económico. Los intereses
especiales competían por su parte del pastel. El gobierno imponía cargas
crecientes sobre la economía, y la economía productiva se estancaba o se
contraía. El mayor desastre se daba en los países del Este. Ahora era obvio que
la nueva civilización venerada por el matrimonio Webb era de hecho una nueva
forma de barbarismo.
En
1978 se aprobó en California la Proposición 13, limitativa del impuesto sobre
la propiedad, pero la revolución llegó con M. Thatcher (1979) y R. Reagan (1980).
Thatcher introdujo importantes medidas económicas. Hasta tal punto caló su
política que los laboristas adoptaron parte de su filosofía. En Estados Unidos,
Reagan hizo algo parecido y poco después Bill Clinton abrazaba la “tercera
vía”. La revolución Thatcher-Reagan no se detuvo en el mundo anglosajón.
Reagan
y Thatcher –y por extensión Friedman- ganaron la batalla argumental, pero no la
realidad. Como aspecto más obvio, Leviatán no se ha contraído. El estado bajo
Thatcher y Reagan –sus supuestos sepultureros- era mucho mayor de lo que Keynes
o Beveridge habían imaginado. Al comenzar el nuevo siglo, Leviatán comenzó a
crecer de nuevo. La “gran gobernanza” –la colección de reglas y regulaciones
que gobiernan nuestras vidas- se expandió incluso más rápido que el gran
gobierno.
Europa
ha seguido el mismo modelo en los últimos diez años. Los países del sur de
Europa se ajustaron el cinturón, pero una vez dentro de la Unión Monetaria
Europea descubrieron que podían endeudarse al mismo tipo de interés que
Alemania, por lo que gastaron en consecuencia. Friedman había advertido en 1997
que la unión monetaria llevaría a la desunión política. Europa y EE.UU.
pudieron escapar de las consecuencias de sus diversas contradicciones durante
más de una década. Los mercados quisieron extender el crédito a las economías
avanzadas durante un remarcable período de tiempo, pero la crisis de 2007-2008
ha cambiado el tono de la política occidental. El estado ha acumulado incluso
más responsabilidad e impuesto más costes ocultos sobre la sociedad. Pero su
capacidad para atender tales responsabilidades ha declinado, destacan M&W como
diagnóstico de la situación.
7.
El gobierno californiano como arquetipo de los fallos gubernamentales
Micklethwait
y Wooldridge dedican gran atención a analizar el caso de California, por
entender que encarna las deficiencias del estado en Europa y América, que
concentran en los siete pecados capitales del gobierno moderno y,
afortunadamente, añaden una gran virtud:
i.
Una estructura política desfasada: California es un embrollo de miles de
condados, ciudades y distritos que se solapan.
ii.
La “enfermedad de Baumol”: Según Baumol, la productividad aumenta mucho más
lentamente en las industrias intensivas en trabajo que en la industrias donde
el capital en forma de maquinaria puede sustituir al trabajo. La “enfermedad de
Baumol” sugiere que los gobiernos inevitablemente se hacen más grandes porque
se ocupan de áreas de la economía intensivas en trabajo (educación y salud).
iii.
La ley de Olson: Olson señaló que los grupos de interés tienen una gran ventaja
en las democracias: cuanto más grande sea un grupo, menos fomentará sus
intereses comunes. Los negocios que los ricos gestionan y poseen han perseguido
intereses limitados en vez de fines generales. Esto es el corazón del moderno
“capitalismo de amiguetes”. Pero la ley de Olson también se aplica al sector público.
M&W nos aportan algunos datos que nos dejan un tanto estupefactos: los
mayores “inversores” en campañas electorales en California y Estados Unidos son
asociaciones de empleados públicos. Los representantes de las asociaciones profesionales
aparecen a menudo en las noticias como expertos en vez de como portavoces de grupos
de interés.
iv.
La hiperactividad del Estado: La proliferación de normas producidas por el
Estado es una pauta extendida, a la que se añade la de su complejidad. El campo
tributario es paradigmático a este respecto.
v.
Unas matemáticas difusas: La contabilidad creativa no es monopolio de las
corporaciones privadas. M&W aluden a las múltiples formas de manipular la
presentación de las cuentas públicas y, en particular, a la generación de
compromisos no respaldados financieramente. Resulta incluso difícil obtener
cifras fiables o consistentes para las cosas más básicas, como el PIB o el
tamaño del sector público.
vi.
Una redistribución sesgada: M&W apuntan como sexto pecado el fracaso
redistributivo de los programas de gasto público. Lejos de centrarse en los más
necesitados, tales como los pobres y los jóvenes, el gasto público va hacia los
mayores y los relativamente bien situados.
vii.
Parálisis política y paralización partidista: Los problemas causados por la
polarización política en Estados Unidos y las continuas situaciones de bloqueo
son bien conocidos, y han colocado al país al borde de auténticos precipicios.
La situación de la Eurozona es, en opinión de M&W, aún peor, lastrada por
mayores problemas económicos y un sistema político más disfuncional. La Unión Europea
está paralizada por una pugna entre fuerzas poderosas, entre políticos
proeuropeos que quieren centralizar decisiones y políticos nacionales que quieren
mantenerlas a escala local.
Lo
más preocupante de los siete pecados capitales es que son parte de la condición
humana. La democracia está siendo desfigurada por unas expectativas irreales y
demandas contradictorias. California es el último ejemplo de los peligros de la
democracia porque su sistema de iniciativas de referéndum da a los ciudadanos
voz en la imposición y en el gasto. Los californianos han usado ese poder en
formas completamente predecibles –para votar ellos mismos a favor de más
derechos y menos impuestos-.
Walter
Bagehot decía que la mejor salvaguarda contra la excesiva imposición (y de ahí
un gobierno excesivo) es la sensibilidad parlamentaria a la opinión pública,
pero no tuvo en cuenta la capacidad del público para desear bajos impuestos y
un gran gobierno, ni la capacidad de los políticos para conceder lo que desean
ocultando la factura o endeudándose para el futuro.
Casi
sin aliento, llegamos a la anunciada gran virtud. M&W la cifran en el hecho
de que en todo Occidente un creciente número de personas están planteando
cuestiones acerca del tamaño y el alcance del Estado, además de la existencia
de planteamientos de reforma radical. Pero el progreso es lento, la resistencia
fuerte, y los cambios de rumbo, demasiado frecuentes.
8.
La alternativa asiática
La
denominada “alternativa asiática” está asociada al nombre Lee Kuan Yew, primer
ministro de Singapur de 1959 a 1990. Pese a que dicha alternativa es tipificada
como representativa del capitalismo autoritario, M&W consideran que el
resto del mundo puede aprender un montón de ella, en una era en la que
Occidente ya no tiene las mejores políticas.
Sustentan
dicha opinión en el auge de Singapur, considerado uno de los milagros de los
últimos 70 años. Un país que fue un territorio
empobrecido es ahora un centro pujante de la economía global. Sus habitantes disfrutan de estándares de vida más altos
y de mejores escuelas y hospitales que sus antiguos dominadores coloniales en
el Reino Unido, y todo con un estado que absorbe una escueta proporción del PIB,
el 17% en 2012. El modelo singapuriano de modernización autoritaria representa
así un desafío directo a los dos pilares básicos del estado occidental: que el
estado debe ser democrático y que debe ser generoso. Ningún país trabaja más
duro en perfeccionar a sus funcionarios. Después de una intensa formación,
quienes llegan a la cúspide son recompensados con paquetes salariales de 2
millones de dólares al año. La meritocracia se
aplica en grado extremo. Los profesores tienen que haber acabado en el tercio
superior de sus clases. La realización de pruebas es permanente.
El
sistema educativo de categoría mundial de Singapur consume sólo el 3,3% del
PIB. Pero los mayores ahorros de coste del gobierno provienen de restringir las
transferencias sociales destinadas a la clase media. Lee piensa que el error de
Occidente ha sido establecer “estados del bienestar tipo bufet”. Puesto que
todo en el bufet es gratis, todo el mundo mete mano. Al permitir a la gente
culpar de todo a la sociedad, en vez de aceptar que son responsables, los líderes
occidentales han hecho que la caridad se convierta en un derecho y que el
estigma de vivir de la caridad desaparezca. La democracia es una parte grande
del problema de Occidente: “cuando se tiene una democracia popular, para
obtener votos ha de darse más...”.
El
liderazgo actual de China comparte tres de las convicciones de Lee: que la
democracia occidental ya no es eficaz; que tanto el capitalismo como la sociedad
necesitan ser dirigidos; y que lograr un gobierno adecuado es la clave para el
éxito y la supervivencia del régimen. El estado en China es un paradigma de
eficacia. La magnitud de lo alcanzado por China es más obvia cuando se compara
con la situación de India, cuyo estado es simultáneamente demasiado grande y
demasiado débil. El estado chino no trata ya de controlar toda la economía,
como hacía bajo el comunismo. Utiliza formas capitalistas pero tiene influencia
en los núcleos de poder. La versión original del capitalismo estatal, con sus
industrias nacionalizadas, se colapsó porque no funcionaba. El nuevo modelo
chino parece más refinado y robusto, pero tiene también una serie de
debilidades. La más obvia es el terreno para la corrupción. La segunda baza en
el asalto chino sobre el modelo occidental es el apoyo a la meritocracia como
alternativa a la democracia. Sus líderes pueden
pensar en términos de décadas en vez de en el siguiente ciclo electoral.
La alternativa asiática es indudablemente el desafío más sustancial que el
modelo occidental ha afrontado, advierten M&W.
9.
El modelo nórdico
Especialmente
a partir de mediados del siglo XX, Suecia llevó a cabo los planteamientos considerados
más avanzados en cuestiones de igualdad y solidaridad social. La respuesta a
cualquier problema era unidireccional: más intervención estatal. El gasto público
como porcentaje del PIB casi se duplicó de 1960 a 1980. El sector público
amplió su nómina en más de un millón de personas entre 1950 y 1990, en una
época en la que el sector privado no aportaba empleos netos. Y la respuesta a
la pregunta de cómo pagar toda esa estructura era inexorablemente la de unos
impuestos cada vez mayores. La que se ha denominado “revolución sueca” ha
conocido varias etapas, pero la principal razón que la desencadenó fue el colapso
padecido en 1991, cuando los tipos de interés de los préstamos hipotecarios
llegaron a alcanzar el 500%.
Varios
son los frentes en los que los suecos han llevado a cabo reformas:
1.
El gasto público como proporción del PIB ha pasado del 67% en 1993 a situarse
en torno al 50% en la actualidad.
2.
Se ha recortado, desde 1983, el tipo máximo del IRPF en 27 puntos porcentuales,
hasta el 57%, y se ha suprimido el impuesto sobre el patrimonio y atenuado el
gravamen sobre las herencias.
3.
Se ha apostado por la estabilidad presupuestaria, articulada en unos límites
financieros dentro de los que debe generarse un superávit fiscal a lo largo del
ciclo económico.
4.
Han reformado el sistema de pensiones, sustituyendo la prestación definida por
una aportación definida con ajustes en función de la esperanza de vida.
Asimismo, han incorporado un elemento de privatización, posibilitando que los beneficiarios
coloquen parte del dinero de sus pensiones en un sistema privado.
5.
La edad de jubilación se elevó a 67 años y se incluyó un mecanismo automático
que aumenta dicho umbral en consonancia con la esperanza de vida.
6.
Han puesto en práctica la idea de los bonos educativos,
permitiendo a los padres enviar a sus hijos a cualquier colegio de su elección
y se ha invitado a las compañías privadas o grupos voluntarios a establecer
escuelas “libres”, esto es, financiadas pero no gestionadas por el Estado.
7.
El nuevo pensamiento se ha aplicado también a la atención sanitaria, como en el
caso del conocido hospital San Göran de Estocolmo. Desde el punto de vista del
paciente, no hay ninguna diferencia con un hospital público. El tratamiento es
gratuito -aparte de un cargo mínimo, común en toda Suecia, para frenar la
sobreutilización del sistema-, pero el centro es gestionado desde 1999 por una
compañía privada.
Por
su parte, Dinamarca ha introducido una serie de reformas, elevando su edad de
jubilación de 65 a 67 años y ha sido pionera en un sistema de “flexicurity”. Las
empresas pueden despedir a los empleados con facilidad, pero el gobierno ayuda
a los trabajadores desplazados a lograr nuevos empleos. Al igual que los
suecos, los daneses están intentando preservar lo mejor de su estado del
bienestar pero ensayando nuevas formas de prestación de servicios. El nuevo modelo
nórdico comienza con servir al individuo en vez de ampliar el estado. En vez de extender el estado en el mercado, los nórdicos
están extendiendo el mercado dentro del estado.
Los
nórdicos alcanzaron el futuro primero. Micklethwaith y Wooldridge consideran
que la experiencia de los países nórdicos es aleccionadora, toda vez que se
vieron forzados a cambiar a raíz del estallido de su viejo modelo, como
consecuencia de haber sobrecargado el sector público. En todo el mundo, muchos
otros gobiernos afrontan ahora el mismo problema que los nórdicos en los 1990s.
El estado occidental ha hecho promesas que no puede mantener. Más interesante,
sin embargo, es la razón por la que los nórdicos siguen adelante: una vez que comenzaron
a rediseñar su gobierno, vieron que funcionaba. Muchas de las reformas han
producido no sólo un gobierno más barato sino un mejor gobierno.
Los
países nórdicos ofrecen sólida evidencia de que es posible contener el gobierno
mejorando su actuación. La tecnología no sólo reducirá el gobierno sino que lo
hará mejor. El argumento central de Baumol era que los mecanismos que elevan la
productividad en el sector industrial no se extienden al de servicios.
Afortunadamente, hay creciente evidencia de que lo que se consideraba como una “enfermedad”
es de un hecho un caso de desfase tecnológico.
¿Pero
serán absorbidas las ganancias del tratamiento de la enfermedad de Baumol por
la demografía? Puede que sí, pero, como muestra la experiencia de la sanidad
sueca, es bastante posible proveer servicios de salud más eficientemente. Los suecos
van por delante en dos áreas: una es el uso de registros hospitalarios; la otra
es el pequeño canon que se cobra cada vez que alguien visita el hospital, que
ayuda a frenar el estado del bienestar de bufet.
Para
algunos puristas, esto es una negación de la gran promesa de instituciones como
el servicio nacional de salud, de que siempre serían gratuitos. Tales promesas
fueron hechas cuando la atención sanitaria era mucho más básica. No va en
interés de la sociedad que los hospitales estén sobreutilizados. Cambiando la
prestación ligeramente, pueden mantenerla más abierta a todos. Los suecos han adoptado
la misma actitud respecto a los derechos.
10.
Alternativas para la reconducción del sector público
Tres
fuerzas han puesto el mundo corporativo bocabajo: la tecnología, la
globalización y la elección del consumidor. Todo esto ha hecho que el arte de
la gestión sea incluso más importante. El problema del gobierno es que se ha
quedado clavado en la era de la General Motors (GM) de Sloan. El sector público
no se ha movido gracias a cuatro supuestos, que tenían sentido en la época de
la GM pero no en la de Google: i) Que las organizaciones deben hacer todo lo
que puedan internamente; ii) Que la toma de decisiones debe ser centralizada;
iii) Que las instituciones públicas deben ser tan uniformes como sea posible;
iv) Que el cambio es siempre para peor.
Hay
una razón adicional por la que el gobierno ha permanecido medio siglo detrás
del sector privado: es en la práctica extremadamente difícil de reformar. Hay
dificultades para medir la actuación en el sector público, no solamente
técnicas.
Ha
habido docenas de intentos para arreglar el gobierno en las décadas recientes.
¿Por qué después de muchos fracasos podría ser esta vez diferente? La razón más
obvia es la crisis fiscal; la otra razón mira hacia los países nórdicos: el
gobierno puede tener una actuación mucho mejor. Algunas de las ideas más interesantes
surgen de los sitios más inesperados. En India, las economías de escala y la
especialización pueden reducir costes y mejorar la calidad en el sistema
sanitario. Brasil está jugando en asistencia el mismo papel que India en salud.
El sistema de transferencia en efectivo condicional da dinero a las familias
pobres, siempre que hagan cosas, como enviar a los niños al colegio o pasar los
controles de salud.
Hay
muchas oportunidades de mejora que ofrece la tecnología. El estado centralizado
actual se ha conformado por la idea de que la información es escasa. Deriva su
poder del hecho de que conoce montones de cosa que no conoce la gente
corriente. Pero la información es ahora uno de los recursos más abundantes del
mundo. Un estado más en red llevará a que los individuos tengan más
responsabilidad sobre su comportamiento.
Los
viejos supuestos sobre el estado comienzan a ser desafiados. El deseo de
controlarlo todo da paso al pluralismo, la uniformidad a la diversidad, la centralización
a la descentralización, la opacidad a la transparencia, y el inmovilismo a la
experimentación: i) Hay grandes ganancias a obtener de un gobierno agnóstico
sobre quién presta un servicio público; ii) El estado se está haciendo menos
uniforme, por ejemplo, en el sector de la educación; iii) La descentralización
ha dado buenos resultados en algunos sitios; iv) La importancia de los
resultados: en su discurso inaugural, Obama dijo que la cuestión que nos
tenemos que plantear hoy no es si nuestro gobierno es demasiado grande o
demasiado pequeño, sino si funciona.
11.
El papel del sector público: ¿Para qué sirve el Estado?
La
crisis del estado es más que una crisis organizativa. Es una crisis de ideas.
El contrato social entre el estado y el individuo necesita ser revisado en el
mismo espíritu con el que Hobbes y Mill lo hicieron. El estado ha llegado a estar
sobredimensionado y lastrado. Aún peor, está convirtiéndose en un enemigo de la
libertad. La revolución que más inspira a M&W es la más firmemente basada
en la libertad. Los liberales del siglo XIX pusieron la
libertad en el corazón del estado y al individuo en el corazón de la sociedad.
La lista básica de la libertad comprende cuatro ingredientes: libertad de
pensamiento, de vida privada, de expresión y de propiedad. Los liberales creen
que la libertad no sólo es perfectamente compatible con el progreso económico y
la armonía social, sino también una condición para ello. El concepto de
libertad ha sido estirado o pervertido. Las ideologías comunistas justificaron
el despotismo en nombre de la libertad “real”.
El
estado se ve sumido en una paradoja: el gobierno, respaldado por la voluntad
popular, nunca ha sido tan poderoso; pero en esta condición de sobreexpansión,
también casi nunca ha sido tan poco querido o ineficaz. Un factor clave ha sido
la reinterpretación de los conceptos de igualdad, fraternidad y libertad para
justificar la intervención del estado.
La igualdad de oportunidades se ha convertido en igualdad de resultados. La
fraternidad se ha traducido en derechos a los que todos somos acreedores, no en
responsabilidades que podamos tener.
Su
punto de partida es liberal: quieren que el estado sea más pequeño y los
individuos más libres. Creen que el estado tiene ciertas funciones vitales. No
debe encomendársele aquello para lo que no está especialmente cualificado.
Imponer tal carga al estado ha creado dos peligros presionantes. El primero es
que el gobierno se colapsará bajo su propio peso. Un pequeño pero fuerte estado
es preferible a otro grande pero débil. El segundo es que un estado abotargado
fomenta el descontento popular.
¿Cómo
pueden los gobiernos aligerar la carga? Hay tres áreas: vender cosas, recortar
los subsidios que van a los opulentos y bien conectados, y reformar los derechos
para asegurar que se centran en las personas que los necesitan y que son
sostenibles a largo plazo. El mayor problema que los gobiernos afrontan es la explosión
de los derechos, acentuada ante el envejecimiento de la población. Otra
respuesta es hacer que los individuos paguen más si ganan más de la inversión
pública que la sociedad en general. La tercera causa es la transparencia. La
idea de un simple cheque que muestra cuánto obtiene una persona del estado es
el enfoque que propugnan M&W.
La
reforma de los derechos ha de implicar algún elemento de mayor responsabilidad
de los beneficiarios. La idea de que un servicio público debe ser gratis suena
atrayente. Pero no ha funcionado en la práctica. La gente debe esperar tener
que pagar algo por los servicios médicos para demostrar que no hay tal cosa
como una “comida gratis”. Los individuos deben ser obligados a emprender un reciclaje
después de un cierto tiempo con el subsidio de desempleo. Los gobiernos han
trasladado el coste de la financiación de los programas de derechos actuales
hacia las generaciones futuras.
Reagan
y Thatcher manejaron sólo una revolución a medias. ¿Por qué sería esta vez
diferente? La oportunidad es ahora mayor en dos aspectos: el más importante es
la revolución de la información. Los extraordinarios avances en las
comunicaciones hacen que un Leviatán más ligero y eficiente sea posible. La segunda
razón tiene que ver con la competencia. En los 1980s la gente temía a la Unión
Soviética, pero sólo por sus misiles, no por su poder económico. Ahora hay una
amenaza del Este. Consiguientemente, existe, en opinión de M&W, una
oportunidad de oro para completar la revolución de los 1980s –para reformar el
gobierno desde la base y poner la libertad en el corazón de las relaciones del
estado con sus ciudadanos. La democracia sigue teniendo una gran ventaja para
Occidente, pero precisa ser reformada si se quiere que funcione adecuadamente.
El caso para limitar el gobierno no es solo una caso para extender la libertad;
también lo es para restaurar la democracia a su pleno potencial.
12.
El reto del déficit democrático
M&W
bucean en los textos de la filosofía clásica para encontrar las claves de
algunas deficiencias de la democracia. En este sentido apelan a la preocupación
de Platón cuando expresaba su temor a que las masas fuesen movidas por la
emoción en vez de por la razón y por el egoísmo del corto plazo en vez de por
la sabiduría del largo plazo. A estas dudas clásicas los arquitectos de la
Segunda Revolución añadieron una preocupación especial, que la democracia
podría aplastar la mayor de todas las virtudes políticas, la libertad individual.
En América, Adams y los otros Padres Fundadores erigieron toda suerte de
defensas contra la tiranía de la mayoría.
Una
peligrosa paradoja está surgiendo, alertan los autores: se odia la práctica de
la democracia, pero nunca se cuestiona la teoría. Consideran que Adams llevaba
razón cuando afirmaba que la amenaza a la democracia procede de dentro. Ha
llegado a ser demasiado descuidada y autoindulgente a lo largo de las recientes
décadas de prosperidad, y hoy está sobrecargada con obligaciones y distorsionada
por intereses especiales.
Tras
el colapso del Muro de Berlín todo el mundo asumía que el lado perdedor
abrazaría la democracia, pero los desarrollos no han sido tan afortunados en diferentes
países. La democracia presenta problemas incluso en diversos países
democráticos, como es el caso de Estados Unidos. Los problemas de la UE son mucho
más profundos. Muchas decisiones trascendentales se han adoptado sin consulta
popular. La UE se está convirtiendo en
un terreno abonado para los partidos populistas. Un proyecto que fue diseñado
para frenar la bestia del populismo europeo hace medio siglo está ahora
retornándolo en vida, auguran M&W.
La
UE es un ejemplo extremo del problema más profundo de la democracia
representativa. Su modus operandi parece un tanto desfasado, y está bajo amenaza
desde arriba y desde abajo. Desde arriba, la globalización está cambiando la
política nacional profundamente. Desde abajo, hay movimientos de segregación
territorial. Hay también una multitud de micropoderes, desde ONGs a lobbies...
Internet está reduciendo las barreras, haciendo que sea más fácil organizarse y
movilizar a la población. En la era de Internet, la democracia parlamentaria
parece cada vez más un anacronismo. El mayor desafío de abajo proviene de los
propios votantes. La mayor preocupación de Platón sobre la democracia –que los ciudadanos
vivieran aferrados al placer del momento ha demostrado ser certera. El
resultado puede ser una mezcla tóxica e inestable: dependencia del gobierno por
un lado y desdén hacia el gobierno, por otro.
El
gran problema de Occidente no es sólo que ha sobrecargado al estado con
obligaciones que no puede atender; también lo ha hecho con la democracia, con
expectativas que no puede cumplir. El libro demuestra, según sus autores, la
verdad de las dos grandes críticas de Platón a la democracia: que los votantes
antepondrían la satisfacción a corto plazo a la prudencia a largo plazo, y que
los políticos tratarían de allanar con prebendas su camino hacia el poder. El
peligro para la salud de la democracia hoy proviene de formas sutiles en
relación con el estado: i) que se mantenga expandiéndose, reduciendo gradualmente
la libertad; ii) que se someta cada vez más a intereses especiales; iii) que
siga haciendo promesas que no puede cumplir.
Es
hora de retornar lo “liberal” a la “democracia liberal”: persuadir a los
votantes y a los gobiernos a aceptar restricciones sobre la tendencia natural
del estado a sobrecomplacerse a sí mismo. La Cuarta Revolución implica muchas
cosas, pero en su núcleo consiste en reactivar el poder de dos grandes ideas liberales:
i) revivir el espíritu de la libertad poniendo más énfasis en los derechos
individuales y menos en los derechos sociales; ii) revivir el espíritu de la democracia
aligerando la carga del estado.
13.
El Estado democrático ante una encrucijada: la importancia de la reflexión de
M&W
Incluso
después de computar sus recientes ajustes, el moderno Estado del bienestar es
de mayor dimensión que cualquier Estado en la historia y más potente, con mucha
diferencia, que cualquier compañía privada, aseveran John Micklethwait y Adrian
Wooldridge. En su opinión, para la bueno y lo malo, democracia y elefantiasis
han ido de la mano. Nuestros políticos han estado dedicados a darnos más de lo
que queremos. Y sin embargo –ahí está la paradoja- no estamos felices con su
proceder. Habiendo sobrecargado al estado con sus demandas, los votantes están
furiosos con que funcione tan mal. La preocupación es que el sistema que ha
servido a Occidente tan bien ha llegado a ser disfuncional. La deriva hacia los
extremos no es sorprendente, según M&W, dada la incapacidad del centro para
afrontar la realidad.
Los
occidentales han perdido confianza en la forma en la que son gobernados. Lo
mismo puede decirse del mundo emergente. El estado está con problemas. El
misterio es por qué tanta gente asume que un cambio radical es improbable. El
status quo es de hecho la opción menos probable. El estado habrá de cambiar su
forma drásticamente en las próximas décadas. Es el momento de la Cuarta
Revolución. No ocultan que la política de introducir cambios será tortuosa. Los
votantes quieren mantener sus derechos sociales y los contribuyentes quieren
más valor para su dinero, frente a poderosos intereses de la estructura del
sector público que quieren preservar su posición.
Aunque
declaran sus raíces liberales, M&W no aceptan la idea libertaria de que el
gobierno es en el mejor de los casos un mal necesario. Un gobierno demasiado
reducido es más peligroso que uno demasiado grande. El gobierno puede ser un instrumento
de civilización, pero no aceptan la idea “progresista” de que no hay nada
erróneo con la creencia de que no haya nada que un mayor estado no pueda
resolver. El estado sobredimensionado es una amenaza a la democracia. Cuando
más responsabilidades asume Leviatán, peor las desempeña y más descontenta está
la ciudadanía.
Las
democracias occidentales tienen la ventaja de estar en disposición de responder
al cambio. Dota a los gobiernos de más flexibilidad, al posibilitar una forma
de oír a la gente. Pero la democracia afronta también el mayor riesgo: escuchar
a la gente es una de las razones por las que Occidente ha llegado a estar tan
sobrecargado, y los políticos están tentados a hacer cargar al estado con aún
mayores obligaciones. Si Occidente escuchará ahora sus mejores o sus peores
instintos es la cuestión que determinará el resultado de la Cuarta Revolución,
declaran M&W.
Hay
distintas formas de enfrentarse a los problemas de la sociedad. Una de ellas es
desechar de entrada cualquier planteamiento que no responda a los convencionalismos
dominantes. La focalización de las culpas en instancias ajenas es un componente
íntimamente unido a esa actitud. Otra, bien distinta, consiste en partir de un
diagnóstico ajustado del origen de los problemas, de su alcance y de sus tendencias.
Quizás ese diagnóstico nunca pueda ser tan aséptico como el que es capaz de
proporcionar un científico en su sala de laboratorio, pero estará más ajustado
a los hechos si se aborda sin el filtro distorsionador de los prejuicios
ideológicos, sean del signo que sean, o de la carga de intereses especiales, a
menudo no explícitos y frecuentemente camuflados bajo la benigna intención de
defender el bien común.
La
obra de Micklewaith y Wooldridge no está pensada para intentar agradar y
complacer oídos ajenos. Antes al contrario, no hacen ningún tipo de concesiones
ni exoneran a nadie de su afilada visión crítica. Su fundamentado, razonado y
documentado análisis es más que probable que no desate grandes entusiasmos
populares y que concite rechazos a uno y otro lado del espectro ideológico. No
ocultan su credo liberal, su firme defensa de la libertad, sin adjetivos, pero
algunos de sus planteamientos cuentan con pocas bazas para hallar el respaldo
entre los mejor situados y, no digamos, entre quienes se benefician de
actuaciones del sector público sin encontrarse entre los colectivos más
desfavorecidos. Defienden un sistema liberal pero no se olvidan de propugnar las
medidas necesarias para hacer frente al problema de la desigualdad. Realizan
una convencida defensa de los esquemas democráticos de gobierno, pero no ocultan
que la democracia no es un modelo perfecto y proponen vías para acotar sus
imperfecciones e impedir que lleguen a generar consecuencias inmanejables.
Defienden un papel activo para el sector público en la economía y la sociedad,
pero evitan transmitir la idea de que toda actuación pública es buena en sí
misma. Nos trazan, en definitiva, un excelente retrato de la encrucijada en la
que está inmerso el sector público y nos alertan de los peligros de no dotar al
Estado de la eficacia necesaria para resolver los grandes problemas de la
sociedad en el siglo XXI.
-->> En este enlace se puede obtener el primer capítulo del libro